Preveo un marcado deterioro de la música, una interrupción del desarrollo musical del país y gran cantidad de otros daños [...] por virtud, o mejor dicho, por vicio, de la proliferación de las máquinas reproductoras de música". La frase no es del presidente de la SGAE, Teddy Baustista, sino del más grande director de bandas de música de su tiempo, el compositor John P. Sousa.
Escrita en 1906, muestra cómo la fobia de la industria audiovisual a la tecnología viene de lejos, olvidando que, sin ella, el negocio no existiría. Sousa encabezó un movimiento de compositores, músicos, fabricantes de pianos e impresores de partituras contra dos innovaciones musicales de finales del siglo XIX: el gramófono y las pianolas.
Como escribió en un artículo de Appletons Magazine, "llegan esas máquinas parlantes, reduciendo la expresión de la música a sistemas matemáticos de megáfonos, ruedas, piñones, discos y cilindros [...]". Para Sousa, el Gobierno debía proteger a los artistas.Más de cien años después la industria sigue en las mismas. El pasado martes, un fiscal de EEUU pedía por primera vez en ese país ocho meses de cárcel para un inter-nauta por subir un disco a la Red. Mientras, en España, los autores están fraguando un acuerdo con las operadoras de telecomunicaciones para frenar el intercambio de archivos P2P.
El rechazo, una constante
Como defiende el experto en cine y tecnología Scott Kirsner en su libro Inventando el cine, la batalla entre la industria audiovisual y la tecnología ha tenido dos constantes: inicial rechazo a los inventos por el temor a que dañaran sus ingresos y aceptación final, cuando descubren cómo sacar provecho de ellos.
Aunque el Tribunal Supremo de EEUU consideró en 1908 que el gramófono y el piano automático no infringían los derechos de los autores, un año después el Congreso redactaba una ley por la que las nuevas máquinas pagarían una especie de canon a los artistas. Aquí aparece una tercera constante histórica: cuando la industria audiovisual no ha podido frenar una innovación, se ha dirigido a los jueces o los políticos para conseguirlo.
Prohibido ir a la radio
Hollywood asistió a la explosión de una próspera industria discográfica. En 1921, según estadísticas de la RIAA (asociación de las grandes empresas de este sector en EEUU), los ingresos por venta de discos fueron de casi 600 millones de dólares (con el valor del dólar de 1983). Un año antes, en noviembre de 1920, la KDKA de Pittsburgh (EEUU) se convirtió en la primera radio comercial en emitir. El éxito fue arrollador. Tres años después había 500 emisoras y, en 1926, más de cinco millones de transistores estaban repartidos por todo el país.
Hollywood reaccionó prohibiendo a sus mejores artistas ir a programas de radio y las discográficas obligaron a sus músicos a acatar la orden por contrato. Las grandes productoras cinematográficas hicieron lo mismo. En 1932, decidieron de forma conjunta vetar la participación de sus estrellas en la radio. Aunque la medida sólo duró nueve meses, volvió a demostrar que la primera reacción de Hollywood ante una nueva tecnología es el rechazo.
La segunda reacción es su aprovechamiento. Las discográficas usaron la tecnología para recuperarse. Primero sacaron el disco de vinilo de 33 revoluciones por minuto, de mayor capacidad y resistencia. Después usaron la radio para promocionarse, incluyendo pagos bajo cuerda.
La industria del cine combatió a la radio con más tecnología. El sonido y el color, despreciados en sus inicios, fueron sus bazas. Pero tuvieron que ser los hermanos Warner, casi unos recién llegados, los que estrenaran la primera película sonora, The Jazz Singer, en octubre de 1927. Esta apuesta convirtió a la pequeña productora Warner Brothers en una de las grandes.
La llegada de la televisión
La Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial provocaron una suspensión temporal de las hostilidades entre Hollywood y la tecnología, pero la popularización de la televisión acabó con la tregua. Tanto el cine como la música, a los que ahora se unía un nuevo aliado, la antes enemiga radio, vieron en los televisores una seria amenaza.
De hecho, había motivos para preocuparse. Antes de la guerra, el estadounidense medio iba al cine 35 veces al año. La cifra empezó a bajar en 1949, con un televisor por cada diez hogares. En 1967, con el 93% de hogares con televisión, se iba al cine cinco veces al año, las mismas que hoy.
La industria audiovisual hizo de todo para frenar a la televisión (comprar emisoras, presionar a las autoridades) hasta que descubrió que podía sacar tajada. El nuevo medio daría una segunda vía de negocio a las películas que, retiradas de las salas, podían ser licenciadas a las emisoras.
Con la televisión por cable (de pago) aún habría una tercera ronda de hacer caja. Y, cuando apareciera el vídeo, una cuarta. En el año 2000, antes del boom de Internet, tanto los ingresos por licencias a las televisiones como por ventas de vídeo eran superiores al dinero de las taquillas.
Jessica Litman, autora de la obra Digital Copyright, entiende el miedo de Hollywood: "Las innovaciones tecnológicas desestabilizan el mercado, llevan a periodos de incertidumbre y acaban por beneficiar a unas compañías y perjudicar a otras".
Una de estas novedades fue el audiocasete. Presentado por Philips en 1964 como una grabadora portátil de audio, provocó enormes cambios. Estas discretas cintas de 30 minutos de duración por cada lado permitieron a los usuarios que su música fuera portátil. Además, provocaron un crecimiento de las ventas de música. Las discográficas consiguieron que los fabricantes de radiocasetes y cintas vírgenes pagaran un canon en 1974. Un año después, aparecería el videograbador Sony Betamax, y la historia se repetiría.
Los jueces eximieron al fabricante de responsabilidad sobre lo que el usuario copiara con su vídeo. Pero cuando Hollywood quiso dar gracias al cielo, tras comprobar que el vídeo doméstico era una máquina de hacer dinero mediante la venta directa de películas, las cintas vírgenes y el nuevo sector del videoclub, el sistema Betamax ya agonizaba frente al VHS.
Llegaron entonces los años dorados. El CD, del que no habría grabadoras hasta 1999, volvió a animar las ventas. Un año antes, una desconocida empresa tecnológica sacó al mercado un reproductor de MP3, el Rio PMP300, y la llevarían a los tribunales por ello. Al año siguiente, le tocó al programa de intercambio de archivos Napster. Otros como Grokster o Kazaa sufrieron la misma suerte. Al comprobar que las cosas no mejoraban, el sector audiovisual, como ya pidiera Sousa en 1906, exigió a los políticos y jueces que se fuera en contra de los usuarios. Como dice Litman, "es comprensible que intenten resistirse a la incertidumbre y mantener el status quo".